jueves, 8 de enero de 2015


EL JUGUETERO (VERSIÓN 1)



Londres, 13 de Enero de 1851, 02:30 AM

—Laaarala-lalala… —canturreaba el juguetero mientras bajaba alegremente las escaleras de su sótano. No era un sótano al uso: ni telarañas, ni oscuridad, ni goteo de humedades escondidas. Al contrario, estaba bien iluminado y sin rastro de humedad, ya que podría dañar las obras de arte de las que tanto se enorgullecía. Era un hombre alto y delgado, calvo, de aspecto anodino, con gafas redondas que agrandaban sus ojos azules en una perpetua expresión de sorpresa. La ropa que solía usar cuando salía de casa era sencilla, de buena calidad pero sin nada que llamara la atención: traje de lana marrón con chaleco a juego, del que pendía un reloj de bolsillo antiguo de bonita factura, una de los pocos recuerdos que heredó de su padre.  Ahora, preparado para continuar con su tarea, llevaba una bata larga, impecablemente blanca, y un mandil de cuero que le cubría desde las clavículas a las pantorrillas.

Llegó al final del sótano y se dirigió al centro de la estancia. Por el camino encendió todas las luces y el extractor de aire, ambos mecanismos enganchados a la caldera de carbón que proporcionaba calor y luz a todo el edificio, enteramente de su propiedad. La ubicación de la caldera, en el segundo sótano del otro extremo de la casa, le daba tranquilidad, limpieza y sobre todo privacidad, así los carboneros no estarían enredando y mirando por encima del hombro sus creaciones. Además, el vapor que constantemente producía no las echaría a perder.

Siguiendo su ritual diario, y ya que no escuchaba ruido ninguno procedente de la zona de trabajo, entró en la pequeña habitación anexa donde guardaba los resultados de sus quehaceres: tres preciosas muñecas de tamaño natural estaban colocadas en sendas sillas de madera blanca, ya terminadas, vestidas y primorosamente maquilladas. Se acercó para estudiarlas, para comprobar que no se hubiera soltado ninguna costura, que no aparecieran problemas ni en el peinado, ni en el maquillaje o el vestuario. Sus muñecas tenían que permanecer perfectas, y lo estaban. De eso se encargaba el juguetero.

 

A las 19’30, Arabella Strauss bajó rápidamente las escaleras de salida del Museo Británico. Estaba total y absolutamente indignada. Como ayudante del Conservador de Arte Egipcio no tenía por qué aguantar un trato así. “Es increíble” pensaba, “el imbécil de Rupert me convenció para echar un vistazo a la Piedra Rosetta, y lo único que quería era dar él mismo una ojeada debajo de mis faldas, por su culpa salgo ya de noche. Mañana mismo presento una reclamación al Conservador, no creo que quiera seguir contando con un ayudante así.” Rupert Lobeck, el otro ayudante del Conservador, quien prefería tenerlos por parejas para que pudieran vigilarse uno a otro, llevaba intentando infructuosamente quedar con Mrs. Strauss después del trabajo, y como no lo había logrado pensó, con su característica falta de lógica, que podría conseguir por la fuerza lo que no había podido con halagos. Tal falta de coherencia le valió un paraguazo en la entrepierna y un tremendo bofetón en la mejilla por parte de la joven, que no destacaba precisamente por su diplomacia.

Arabella siguió avanzando por Gower Street para cruzar por Bedford Square Garden hasta New Oxford Street, donde podría coger el Autocaminante que tomaba a diario para volver a su casa. No le gustaban mucho esos cacharros, con el aspecto de ciempiés con patas articuladas que tenían, pero reconocía que le resultaban muy útiles para llegar rápidamente al piso que compartía con su prima Doris. Y además, desde que la Liga para la Decencia había obligado a instalar esos paneles de cristal color ámbar en el interior, se sentía mucho más segura y menos observada por otros pasajeros. Estos paneles dividían en dos el vehículo, reservando los asientos de la izquierda para mujeres y los de la derecha para los hombres. Por lo visto los niños no tenían decencia o no importaba, pensó Arabella con sarcasmo, ya que podían pasearse por ambas zonas sin descanso, y sin piedad para con los otros pasajeros. Cuando se acercaba a la ZRP (zona de recogida de pasajeros) vio como estaba llegando el Autocaminante.

—Maldita sea, se me va a escapar. —La joven se recogió sin ningún pudor el vestido por encima de las rodillas, se colgó bien el paraguas y el bolso del antebrazo, y salió corriendo desaforadamente por todo New Oxford esperando llegar a tiempo y no resbalar con la neblina.

 —Espere, ¡Espereee! —No sabía si el conductor le había oído o simplemente tardaba en arrancar, el caso es que llegó justo antes de que le cerrase las puertas en las narices. —Señorita, tenga usted cuidado, no debería correr de esa forma o tendrá un percance —le dijo el conductor, mientras la observaba desaprobadoramente. Arabella enrojeció de vergüenza e ira.

—Oiga, este es el último Autocaminante que pasa por aquí y llega cerca de mi casa, así que si no fuera capaz de cogerlo tendría que volver andando, y eso me pone mucho más cerca de sufrir ese percance del que habla —contestó, mientras sacaba el monedero del bolso para pagar el pasaje.

—No sé hasta dónde va usted, pero le aviso que los derrumbamientos en Picadilly Circus han obligado a cortar hoy la carretera a la altura de Green Park.

—¡Vaya hombre! Desde luego, hoy no es mi día de suerte, al final voy a tener que darme una buena caminata cruzando el parque.

Después de pagar se sentó en la parte de atrás del vehículo. Antes de sumergirse en sus pensamientos sobre Rupert, la Rosetta y todas las esculturas y frisos que tendría que revisar al día siguiente, posó la mirada sobre el hombre que se sentaba al otro lado del panel: un rostro amable, con grandes ojos azules y gafas, que le hizo un educado gesto de saludo. Ella no contestó y se volvió al otro lado para mirar pasar Londres por la ventana.

 

—Arabella, querida niña, despierta. Vamos, no seas testaruda, necesito que abras esos preciosos ojos y te despejes. Ya son casi las tres de la madrugada y va llegando la hora de terminar.

La joven luchó por salir de su sueño. Intentó incorporarse para descubrir que era incapaz. Un escalofrío de pánico empezó a subirle por la espalda, pero instintivamente decidió quedarse inmóvil hasta que dedujera qué estaba pasando. Había llegado en el Autocaminante hasta el final de la línea cortada, donde bajó rezongando porque iba a ensuciarse las botas atravesando Green Park. Recordó que entraba en el parque, y no iba nadie con ella y… un momento, sí iba alguien, el hombre de los ojos azules había bajado detrás y no le había visto irse por ningún lado, así que seguramente estaba cerca. Luego notó un golpecito en el cuello y lo siguiente que sabía era que estaba en este lugar.

—Niña, no me hagas enfadar, sé que estás despierta, espero que no me obligues a reaccionar por la fuerza. Podría bañarte en agua helada, podría soltar algunas ratas sobre ti, podría…

—Basta, ya vale, estoy despierta. —Arabella abrió los ojos para demostrarlo, y evitar especialmente una nueva mención a las ratas. Era él, era el hombre de los ojos azules el que se inclinaba sobre ella. Estaba tumbada en una especie de camilla, con manos y pies atados a las patas, que le mantenían inmovilizada. También le rodeaba la cabeza una banda metálica sujeta a la base de la camilla, de modo que solo podía mover los ojos para mirar a su alrededor. Se encontraba en una habitación bien iluminada, sin ventanas ni olores discernibles, salvo quizá un levísimo aroma a algún producto químico, similar a los que usaban en el Museo para conservar algunos de los objetos que guardaban.

—Ah querida, cuánto me alegra que estés bien —dijo el hombre con su afable sonrisa—, no querría bajo ningún concepto que hubieras tenido algún problema. Necesito que estés en plena forma para que pueda terminar mi nueva muñeca.

—¿Es por eso por lo que me tiene aquí? Pero no podré ayudarle si no me suelta, soy buena en mi trabajo, ayudo al Conservador a tratar papiros, a cuidar a las momias, a preparar los frisos para…

—Nooo, nononono, no lo entiendes, querida mía. No necesito tus servicios como Conservadora de arte: tú eres la obra de arte. Desde que te vi en el Autocaminante, con esos maravillosos ojos verdes, supe que tendrías que ser tú la que me ayudara a acabar mi creación. Mira.

Mientras decía eso, le aflojó levemente la banda de la cabeza mediante una palomilla situada bajo la camilla, permitiéndole volver la cara hacia la derecha. Lo que vio la dejó inmediatamente sin respiración. En una camilla similar a la suya, se encontraba lo que solo con mucha imaginación podría calificarse de muñeca. Brazos, piernas, torso, cabeza…cada uno de mujeres diferentes, y cosidos brutalmente para conformar algo con un leve parecido humano. Junto a la camilla había un recipiente con un cuero cabelludo sucio de sangre que había pertenecido a una mujer pelirroja, cuyo cabello era exuberante hasta en esas condiciones.

—¡Dios mío, qué quiere de mí! —gimió la joven, aterrorizada por lo que estaba viendo, y sin atreverse siquiera a pensar lo que le contestaría a continuación.

El juguetero rió suavemente, una risa dulce y nostálgica.

—Tu mirada, mi pequeña, quiero tu mirada.

 

Cuatro días después, el juguetero volvió a bajar tarareando las escaleras de su sótano. Hoy no tenía trabajo, sólo venía a estar un ratito con sus obras de arte. Se dirigió a la pequeña habitación anexa, donde cuatro muñecas sentadas en cuatro sillas blancas le devolvían la mirada. Dos rubias, una morena, y una pelirroja de maravillosos ojos verdes.

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