EL JUGUETERO (VERSIÓN 2)
Londres, viernes 13 de Enero de 1851, 01:30 AM
—Laaarala-lalala… —canturreaba el juguetero mientras bajaba con
alegría las escaleras de su sótano. No había telarañas, ni oscuridad, ni goteo
de humedades escondidas, al contrario: estaba bien iluminado y sin rastro de infiltraciones,
ya que podría dañar las obras de arte de las que tanto se enorgullecía. Era un
hombre alto y delgado, calvo, de aspecto anodino, con gafas redondas que
agrandaban sus ojos azules en una perpetua expresión de sorpresa. La ropa que
solía usar cuando salía de casa era sencilla, de buena calidad pero sin nada
que llamara la atención: traje de lana marrón con chaleco a juego, del que
pendía un reloj de bolsillo antiguo de bonita factura, una de los pocos recuerdos
que había heredado de su padre. Ahora,
preparado para continuar con su tarea, llevaba una bata larga, impecablemente
blanca, y un mandil de cuero que le cubría desde las clavículas a las
pantorrillas.
Llegó al final del sótano y se dirigió al centro de la
estancia. Por el camino encendió todas las luces y el extractor de aire, ambos
mecanismos enganchados a la caldera de carbón que proporcionaba calor y luz a
todo el edificio, enteramente de su propiedad. La ubicación del mecanismo, al
otro extremo de la casa, le daba tranquilidad, limpieza y sobre todo privacidad;
así los carboneros no estarían enredando y mirando a sus creaciones por encima
del hombro. Además, de este modo no se echarían a perder por acción del vapor
de agua.
Siguiendo su ritual diario, y ya que no escuchaba ruido
ninguno procedente de la zona de trabajo, entró en la pequeña habitación anexa
donde guardaba los resultados de sus quehaceres: tres preciosas muñecas de
tamaño natural estaban colocadas en sillas de madera blanca, ya terminadas,
vestidas y primorosamente maquilladas. Se acercó para estudiarlas, para
comprobar que no se hubiera soltado ninguna costura, que no aparecieran problemas
en el peinado, maquillaje o vestuario. Sus juguetes tenían que permanecer
perfectos, y lo estaban. De eso se encargaba él.
Unas horas antes.
A las 19’30, Arabella Strauss bajó a toda prisa las
escaleras de salida del Museo Británico. La indignación la hacía sentir como si
tuviera una turbina en su interior. Como ayudante del Conservador de Arte
Egipcio no tenía por qué aguantar un trato así. <<Es increíble>>
pensaba, <<el imbécil de Rupert me convenció para echar un vistazo a la
Piedra Rosetta, y lo único que quería era dar él mismo una ojeada debajo de mis
faldas, por su culpa salgo ya de noche. Mañana mismo presento una reclamación
al Conservador, no creo que quiera seguir contando con un ayudante así>>.
Rupert Lobeck, el otro ayudante del Conservador, que prefería tenerlos por
parejas para que pudieran vigilarse uno a otro, llevaba intentando
infructuosamente quedar con Mrs. Strauss después del trabajo, y como no lo
había logrado pensó, con su característica falta de lógica, que podría
conseguir por la fuerza lo que no había podido con halagos. Tal falta de
coherencia le valió un paraguazo en la entrepierna y un tremendo bofetón en la
mejilla por parte de la joven, que no destacaba precisamente por su diplomacia.
Arabella siguió avanzando por Gower Street para cruzar por
Bedford Square Garden hasta New Oxford Street, donde podría coger el Autocaminante
que tomaba a diario para volver a su casa. No le gustaban mucho esos cacharros
con aspecto de ciempiés con patas articuladas, pero reconocía que resultaban
muy útiles para llegar rápidamente a su casa. Y además, desde que la Liga para
la Decencia había obligado a instalar esos paneles de cristal color ámbar en el
interior, se sentía mucho más segura y menos observada por otros pasajeros.
Estas divisiones partían en dos el vehículo, reservando los asientos de la
izquierda para mujeres y los de la derecha para los hombres. Por lo visto los
niños no tenían decencia o no importaba, solía pensar Arabella con sarcasmo, ya
que podían pasearse por ambas zonas sin descanso, y sin piedad para con los otros
pasajeros. Cuando se acercaba a la ZRP (zona de recogida de pasajeros) vio como
estaba llegando el Autocaminante.
—Maldita sea, se me va a escapar. —La joven se recogió sin
ningún pudor el vestido por encima de las rodillas, se colgó bien el paraguas y
el bolso del antebrazo, y salió corriendo desaforadamente por todo New Oxford
esperando llegar a tiempo y no resbalar con la neblina.
—Espere, ¡Espereee! —No
sabía si el conductor le había oído o simplemente tardaba en arrancar, el caso
es que llegó justo antes de que cerrase las puertas.
—Señorita, tenga usted cuidado, no debería correr de esa
forma o tendrá un percance —le dijo el conductor, mientras la observaba con
desaprobación. Arabella enrojeció de vergüenza e ira.
—Oiga, este es el último Autocaminante que pasa por aquí y
llega cerca de mi casa, así que si no lo cogiera tendría que volver andando, y
eso me pone mucho más cerca de sufrir ese percance del que habla —contestó
malhumorada, mientras sacaba el monedero del bolso para pagar el pasaje.
—No sé hasta dónde va usted, pero le aviso que los
derrumbamientos en Picadilly Circus han obligado a cortar hoy la carretera a la
altura de Green Park.
—¡Vaya hombre! Desde luego, hoy no es mi día de suerte; al
final voy a tener que darme una buena caminata cruzando el parque.
Después de pagar se sentó en la parte de atrás del vehículo.
Antes de sumergirse en sus pensamientos sobre Rupert, la Rosetta y todas las
esculturas y frisos que tendría que revisar al día siguiente, posó la mirada
sobre el hombre que se sentaba al otro lado del panel: un hombre alto, con
grandes ojos azules, que le hizo un educado gesto de saludo. Ella no contestó y
se volvió al otro lado para ver como Londres pasaba por la ventana.
Tal y como había advertido el conductor del Autocaminante,
en Picadilly finalizó la línea, así que Arabella bajó resignada a ensuciarse
las botas de barro. El parque estaba oscuro, pues las farolas que salpicaban
los senderos no bastaban para alumbrar la negrura de la noche, y aunque la
muchacha iba pensando en sus cosas, no podía evitar sobresaltarse a cada
pequeño sonido que escuchaba. Una rama, el sonido del viento, una pelota de
papel que rodaba por el camino, todo ello conseguía que se le pusieran los
pelos de punta. Entre los ruidos habituales de la noche, distinguió unos diferentes: pasos que se acercaban más rápido de lo que ella estaba
caminando. Miró hacia atrás y vio como el hombre del Autocaminante iba
siguiéndola. Arabella echó a correr.
Londres, sábado 14 de Enero de 1851, 08:15 AM
—Papá, la cena ya está servida —La muchacha bajó las
escaleras del sótano, limpiándose las manos con un paño de cocina que después
colgó de la cintura de su delantal.
—En seguida, mi niña, ya estoy terminando. Por cierto, tu
regalo ha sido maravilloso, justo lo que estaba buscando.
Arabella se acercó a la mesa de trabajo donde su padre se
esmeraba con el cuerpo del hombre de los ojos azules que la había acechado en
el parque. Resultaba muy divertido cuando la perseguían pensando que era una
pobre jovencita desamparada, aterrada cuando la sujetaban, hasta que una
pequeña pistola inyectora aparecía bajo la manga de su vestido y les inoculaba
un potente sedante. Era uno de los mejores inventos de papá, y muy rápido
además.
—¿Qué vas a hacer esta vez, papi? ¿Vas a darles por fin un
amiguito a las muñecas
—Qué bien me conoces, Arabella —rió el juguetero. Mientras
hablaba, iba controlando las abrazaderas y correas que sujetaban al hombre a la
camilla, pues calculaba que no tardaría más de una hora en despertarse. En una
mesita rodante junto a él, tenía dispuesto todo tipo de instrumental
quirúrgico: bisturíes, tijeras, gomas, aguja e hilo de sutura. —Subamos a
cenar, y para cuando hayamos acabado el paciente estará dispuesto. Y entonces
podrás ayudarme a conservarlo bien.
Padre e hija subieron las escaleras de vuelta a la
superficie, y apagando las luces, sumieron el sótano en la oscuridad.
Londres, miércoles 18 de Enero de 1851, 09:30 AM
Esa mañana, el juguetero volvió a bajar tarareando las
escaleras de su sótano. Hoy no tenía faena, sólo venía a estar un ratito con
sus obras de arte. Estaba muy orgulloso de lo bien que trabajaba su hija, porque
ninguna de sus criaturas se descomponía a pesar del tiempo. Se dirigió a la
pequeña habitación anexa, donde tres muñecas sentadas en tres sillas blancas le
devolvían la mirada, dos rubias y otra morena. Y detrás, con una mano colocada
sobre el hombro de una de ellas, se erguía un muñeco alto de grandes ojos
azules. Pensativo, se preguntaba cómo podría aumentar la familia: ¿un bebé
quizá? Tendría que consultarlo con Arabella; a su adorable pequeña siempre se
le ocurrían las mejores ideas.
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