CUANDO TODO TERMINA.
Con la frente apoyada en la ventana, Mireia miraba sin ver
cómo el otoño arrancaba las hojas de los árboles arrojándolas al suelo. El
viento las hacía bailar en una danza alocada, lanzándolas al cielo cuando se
cansaba de jugar. Y ellas, como niños pequeños divirtiéndose en el recreo, se
juntaban en un crisol de colores a la sombra de los muros del hospital.
El bip-bip de la máquina de respiración asistida la trajo de
vuelta a la realidad. Despegó la cabeza de la ventana, observando distraída por
un momento la huella que había dejado en el cristal, y se volvió hacia la cama
donde yacía su madre. Se acercó despacio, sin hacer ruido a pesar de saber que
no podía escucharla, y le retiró el cabello de la frente, acariciándola. Su madre.
Su amiga. Su apoyo. Y ahora tenía que tomar la decisión de dejarla descansar
definitivamente.
Conocidos y supuestas amigas le habían dicho que tenía
suerte, en una circunstancia así podía hacerse a la idea de que su madre iba a
morir. “¿Hacerme a la idea? ¿Cómo puedes hacerte a la idea de que alguien a
quien amas se va?”, pensaba desalentada. Siempre había sabido que la vida era
difícil, pero nunca imaginó cuánto. “Y encima tengo que soportar miraditas
misericordiosas y comentarios estúpidos, como el del cura”. El día anterior el sacerdote
del hospital había ido a dar la extremaunción, y defendido, sonriente, que debía
alegrarse de que ella fuera a estar en un lugar mejor. Mireia le echó de la
habitación con cajas destempladas, a gritos, la mirada enloquecida por la rabia.
—¿Cómo puede decir que estará en un lugar mejor que conmigo?
—gritó angustiada—. ¿Cómo se atreve, hijo de puta, a hablarme de alegría a mí,
que tengo que tomar la decisión de desconectarla? ¡Fuera de aquí! ¡Largo! —sollozaba
mientras lo empujaba fuera del cuarto.
Ahora se sentía un poco culpable; viendo la situación con
calma, se daba cuenta de que el cura poca cosa más podía decir. Pero seguía
irritándola la nula empatía por parte de alguien que debía estar al lado de los
que sufren. Con su traje bien planchado y su oronda barriga, Mireia dudaba
mucho de que ese hombre se manchara las manos con el dolor ajeno. Continuaba
acariciando la frente de su madre, casi mecánicamente, cuando se abrió la
puerta de la habitación.
—Mireia. —Era el médico, el doctor Adolfo Suárez, que
siempre intentaba animar a los pacientes haciendo chistes malos sobre su nombre—
¿Cómo estás?
—Bien, bueno, tirando —respondió Mireia, volviéndose hacia
el doctor, pero sin perder contacto con su madre. El hombre vio el gesto, e
inmediatamente se acercó para coger la mano de la mujer.
—¿Has tomado ya una decisión? Sé que es muy difícil, pero no
hay ondas cerebrales, todas las pruebas salen negativas. No es reversible,
Mireia —dijo, con la compasión aflorando a la oscuridad de su mirada. Las
lágrimas se agolparon en los ojos de Mireia, que parpadeó para aliviarlos de esa
carga.
—Lo sé, Adolfo, ya lo sé. Mañana, la desconectaremos mañana —contestó,
sintiendo en el fondo del estómago una emoción entre el desgarro y la resolución.
—Sé que estoy haciendo lo correcto, no me lo digas más veces, por favor. Pero
es que la echo tanto de menos… No tengo a nadie más.
—Vamos, vamos, no digas eso —la abrazó Adolfo—. Tienes a tu
marido, tienes una vida. Tu madre no querría verte así, te habría dicho que es
ley de vida, y lo sabes. Era una gran mujer, una mujer fuerte. —Mireia lo
empujó lejos de sí.
—¡No hables de ella como si ya hubiera muerto! —gritó, los
ojos brillantes de ira. Inmediatamente se dio cuenta de lo que hacía, y se
derrumbó—. Perdóname Adolfo, ya no sé lo que me digo.
Tienes razón, mamá me daría de tortas si me viera llorar —dijo, con una sonrisa
trémula, volviéndose hacia la cama.
—No pasa nada, no te preocupes, te comprendo perfectamente.
Es muy duro tomar esta decisión, pero es lo mejor para no prolongar lo
inevitable. ¿Vendrá tu marido mañana a acompañarte?
—¿Emilio? Qué va, dice que no soporta estas situaciones tan
emotivas, y que además “tiene mucho trabajo” —dijo Mireia, imitando el tono de
voz del marido. El médico la miró estupefacto, no comprendía como un hombre
podía dejar a su esposa sola en una circunstancia como aquella. Ahora se daba
cuenta de por qué Mireia tenía siempre la mirada triste y perdida, a menudo
enfocada en la nada.
—Tranquila, estaré contigo durante todo el proceso. Bien,
ahora tengo que irme a pasar consulta al resto de los pacientes —explicó.
Mireia, sin responder, continuaba acariciando la frente de su madre. No
queriendo interrumpir esa comunicación silenciosa, el doctor se dio la vuelta y
salió de la habitación, cerrando quedamente la puerta tras de sí.
Mireia, con las lágrimas resbalando por el rostro, besó a su
madre una vez más y volvió a la ventana, continuando con su desconsolada
vigilia.
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