martes, 6 de enero de 2015


CUANDO TODO TERMINA.

 

Con la frente apoyada en la ventana, Mireia miraba sin ver cómo el otoño arrancaba las hojas de los árboles arrojándolas al suelo. El viento las hacía bailar en una danza alocada, lanzándolas al cielo cuando se cansaba de jugar. Y ellas, como niños pequeños divirtiéndose en el recreo, se juntaban en un crisol de colores a la sombra de los muros del hospital.

El bip-bip de la máquina de respiración asistida la trajo de vuelta a la realidad. Despegó la cabeza de la ventana, observando distraída por un momento la huella que había dejado en el cristal, y se volvió hacia la cama donde yacía su madre. Se acercó despacio, sin hacer ruido a pesar de saber que no podía escucharla, y le retiró el cabello de la frente, acariciándola. Su madre. Su amiga. Su apoyo. Y ahora tenía que tomar la decisión de dejarla descansar definitivamente.

Conocidos y supuestas amigas le habían dicho que tenía suerte, en una circunstancia así podía hacerse a la idea de que su madre iba a morir. “¿Hacerme a la idea? ¿Cómo puedes hacerte a la idea de que alguien a quien amas se va?”, pensaba desalentada. Siempre había sabido que la vida era difícil, pero nunca imaginó cuánto. “Y encima tengo que soportar miraditas misericordiosas y comentarios estúpidos, como el del cura”. El día anterior el sacerdote del hospital había ido a dar la extremaunción, y defendido, sonriente, que debía alegrarse de que ella fuera a estar en un lugar mejor. Mireia le echó de la habitación con cajas destempladas, a gritos, la mirada enloquecida por la rabia.

—¿Cómo puede decir que estará en un lugar mejor que conmigo? —gritó angustiada—. ¿Cómo se atreve, hijo de puta, a hablarme de alegría a mí, que tengo que tomar la decisión de desconectarla? ¡Fuera de aquí! ¡Largo! —sollozaba mientras lo empujaba fuera del cuarto.

Ahora se sentía un poco culpable; viendo la situación con calma, se daba cuenta de que el cura poca cosa más podía decir. Pero seguía irritándola la nula empatía por parte de alguien que debía estar al lado de los que sufren. Con su traje bien planchado y su oronda barriga, Mireia dudaba mucho de que ese hombre se manchara las manos con el dolor ajeno. Continuaba acariciando la frente de su madre, casi mecánicamente, cuando se abrió la puerta de la habitación.

—Mireia. —Era el médico, el doctor Adolfo Suárez, que siempre intentaba animar a los pacientes haciendo chistes malos sobre su nombre— ¿Cómo estás?

—Bien, bueno, tirando —respondió Mireia, volviéndose hacia el doctor, pero sin perder contacto con su madre. El hombre vio el gesto, e inmediatamente se acercó para coger la mano de la mujer.

—¿Has tomado ya una decisión? Sé que es muy difícil, pero no hay ondas cerebrales, todas las pruebas salen negativas. No es reversible, Mireia —dijo, con la compasión aflorando a la oscuridad de su mirada. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Mireia, que parpadeó para aliviarlos de esa carga.

—Lo sé, Adolfo, ya lo sé. Mañana, la desconectaremos mañana —contestó, sintiendo en el fondo del estómago una emoción entre el desgarro y la resolución. —Sé que estoy haciendo lo correcto, no me lo digas más veces, por favor. Pero es que la echo tanto de menos… No tengo a nadie más.

—Vamos, vamos, no digas eso —la abrazó Adolfo—. Tienes a tu marido, tienes una vida. Tu madre no querría verte así, te habría dicho que es ley de vida, y lo sabes. Era una gran mujer, una mujer fuerte. —Mireia lo empujó lejos de sí.

—¡No hables de ella como si ya hubiera muerto! —gritó, los ojos brillantes de ira. Inmediatamente se dio cuenta de lo que hacía, y se derrumbó—. Perdóname Adolfo, ya no sé lo que me digo. Tienes razón, mamá me daría de tortas si me viera llorar —dijo, con una sonrisa trémula, volviéndose hacia la cama.

—No pasa nada, no te preocupes, te comprendo perfectamente. Es muy duro tomar esta decisión, pero es lo mejor para no prolongar lo inevitable. ¿Vendrá tu marido mañana a acompañarte?

—¿Emilio? Qué va, dice que no soporta estas situaciones tan emotivas, y que además “tiene mucho trabajo” —dijo Mireia, imitando el tono de voz del marido. El médico la miró estupefacto, no comprendía como un hombre podía dejar a su esposa sola en una circunstancia como aquella. Ahora se daba cuenta de por qué Mireia tenía siempre la mirada triste y perdida, a menudo enfocada en la nada.

—Tranquila, estaré contigo durante todo el proceso. Bien, ahora tengo que irme a pasar consulta al resto de los pacientes —explicó. Mireia, sin responder, continuaba acariciando la frente de su madre. No queriendo interrumpir esa comunicación silenciosa, el doctor se dio la vuelta y salió de la habitación, cerrando quedamente la puerta tras de sí.

Mireia, con las lágrimas resbalando por el rostro, besó a su madre una vez más y volvió a la ventana, continuando con su desconsolada vigilia.

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