≪Érase
una vez un pobre viejecito. Aunque en su aldea todos lo querían, se sentía muy
solo. Su familia había muerto muchos años atrás, y el tiempo había ido pasando
hasta convertirlo en un abuelo arrugado, de pelo blanco y lleno de achaques.
Pero el anciano tenía un secreto: conocía un hechizo para llamar a una sirena.
Decidió que esa misma tarde iría a la orilla, usaría la magia, y rogaría que se
lo llevara a su reino bajo el agua. Y así, llenó una bolsa con algo de comida
para el camino, cerró la puerta de su cabaña y salió caminando en dirección al
mar. Al atardecer, cuando el sol se convertía en una bola de fuego en el
horizonte, llegó a unas rocas que daban a una profunda poza de agua de mar, y
se puso a cantar:
Novia del agua
Concédeme tu aliento
Escucha mi lamento
Atiende mi llamada
≫Durante
unos minutos nada pasó. Pero entonces, cuando el viejo casi había perdido la
esperanza, vio como un pequeño remolino que había a sus pies se hacía cada vez
más grande, hasta que emergió una cabeza. La sirena era bellísima, con una
larga cabellera rubia, los ojos azules y la piel cremosa como la nata. Bajo la
transparente agua, el anciano veía agitarse su cola de pez, de preciosos tonos
nacarados. Y mirándolo, habló:
—¿Por qué me has
llamado, abuelo? —preguntó, con una voz fina y delicada como el mejor de los
cristales.
—Sirena, hermosa y
bella, me siento muy solo. Conocía este canto de cuando era marinero, y te pido
por favor que me lleves contigo. Sé que soy viejo y feo, pero te juro que no
molestaré, te serviré en lo que necesites, o me esconderé cuando no quieras
verme.
≫La
sirena, conmovida, miró al viejo a los ojos, y supo lo que a nadie le importaba
ya: lo buen y gallardo hombre que había sido. Y se enamoró de él. Con su
maravillosa voz tejió un hechizo que le devolvió su juventud, y abrazándolo se
lo llevó consigo a su paraíso subacuático. Y vivieron felices para siempre
jamás≫.
Nekane terminó el cuento y miró a su hijo con una sonrisa en
los labios. El niño la miraba embelesado por la historia; ella sabía que los relatos
que terminaban bien eran sus favoritos, especialmente desde que su padre había
muerto. Aunque habían pasado dos años, a veces sorprendía a Gorka mirando
distraído por la ventana mientras jugueteaba con “las cosas de papá”, como
llamaba a los pocos objetos que de él conservaba.
—¿Te ha gustado? —preguntó la madre con voz suave.
—Jobar, mamá, ha sido una pasada —respondió feliz el
chiquillo.
—Eh, te he dicho muchas veces que no digas palabras feas,
Gorka —regañó Nekane, fingiendo una seriedad que estaba lejos de sentir. Esos
momentos con el niño eran verdaderos tesoros para ella, remansos de paz en un
día a día agitado y lleno de trabajo.
—Uy, perdón. Quería decir que ha sido muy bonita… ¿jolín? —terminó
él, con un brillo travieso en su mirada.
La madre ya no pudo aguantar más y se echó a reír, mientras
empezaba con el pequeño una de sus “guerras de cosquillas” que acabaron con
Gorka despatarrado y jadeante sobre sábanas revueltas. Al final arropó a su
hijo y lo besó por toda la carita.
—Buenas noches cariño. Te quiero mucho, ¿sabes?
—Y yo a ti, mamá. Buenas noches.
Nekane se levantó y salió del dormitorio, apagando la luz y
deteniéndose a mirar a su hijo desde la puerta, solo con la tenue iluminación
del pasillo. ≪Cada día se parece más a su padre≫,
pensó con melancolia. Luego cerró y se metió en su propia habitación. Más
adelante, a media noche, soñaría con el marido desaparecido en alta mar,
mientras lágrimas nocturnas empapaban el embozo de las sábanas.
Al día siguiente, el primero de las vacaciones de navidad,
Gorka se levantó un poco más tarde que de costumbre, con el olor de los
picatostes recién hechos que subía de la cocina. Se calzó unas zapatillas y
bajó en pijama a toda prisa, deseando echar mano al desayuno que le preparaba
su madre los días de fiesta.
—¡Mamá! ¿Has hecho picatostes?
—Sí cariño, y chocolate calentito —respondió Nekane, que
sabía cuánto le gustaban a su hijo esas golosinas—. Desayuna, y luego si
quieres puedes ir a jugar a la playa, mientras mamá se queda cosiendo. Pero ten
cuidado y no te acerques a las rocas, ¿de acuerdo?
—Vale. Iré a buscarte una concha bonita, como la que
encontré en verano. Así la pintamos de colores y la ponemos en mi cuarto —contestó
emocionado ante la aventura que se le planteaba. Adoraba esos días suaves de
invierno, en los que no llovía ni hacía viento, y podía ir a desenterrar
“tesoros” ocultos en la arena. Una vez incluso había encontrado un monedero
pequeñito con casi diez euros en monedas, que algún veraneante perdió y no pudo
recuperar. Todavía se acordaba del atracón de chuches que se dio, y conservaba
la esperanza de volver a encontrar una fortuna similar.
Mientras desayunaba, Nekane preparó la mochila del niño con
una botella de agua, unos pañuelos de papel y un bocadillo por si el chiquillo
tenía hambre durante la mañana. Hoy no comerían hasta las tres: tenía que
terminar unos trajes para poderlos entregar durante la tarde y cobrar un dinero
que les serviría para pasar las navidades.
—Aquí te dejo la mochila, Gorka; no te olvides de llevártela
—dijo, colocando la bolsa al lado del pequeño—. Me voy al salón a seguir con el
trabajo. Abrígate bien, en la silla de tu cuarto tienes la ropa que te preparé
ayer. Aunque no haga mucho frío no quiero que agarres un constipado. ¡Ah, y
ponte la bufanda!
—Que sí, mamá, que no me voy a poner malo —contestó el
chico, levantando la vista al techo.
—Y acuérdate, no…
—…te acerques a las rocas —terminaron los dos al unísono,
entre risas. Nekane salió de la cocina, e instantes después podía escucharse
por toda la casa el sonido de la máquina de coser. Gorka terminó de desayunar,
fregó la taza y el plato, y subió a cambiarse de ropa. La alegría lo
desbordaba: estaba seguro de que hoy iba a ser un gran día.
La playa estaba desierta. El mar había robado parte de la
arena, y la zona se veía mucho más estrecha. No hacía mal tiempo, pero Gorka
notaba como la humedad ambiental le dejaba gotitas de agua en las pestañas, que
despejaba parpadeando con fuerza. Se sentía un poco decepcionado; llevaba por
lo menos una hora de búsqueda, paseando de arriba a abajo, y no había
encontrado nada, ni monedas ni conchas. Por un momento le pareció ver un
destello metálico, pero solo era la chapa de una botella de cerveza que algún
veraneante había olvidado recoger.
Aburrido, canturreaba para sí: ≪novia del
agua, atiende mi llamada… novia del agua≫ mientras escudriñaba el suelo a
ver si conseguía un premio.
—¡Niño! Oh pequeño, ven, acércate. —Sorprendido, Gorka alzó
la vista y paseó la mirada alrededor, para averiguar quién lo llamaba.
—Aquí, cariño, aquí. Junto a las rocas —continuó hablando la
musical voz, entre suaves arrullos.
El chico entrecerró los ojos para evitar que el sol invernal
lo deslumbrase. Al final de la playa había una pequeña zona de piedras, que se
volvía resbaladiza con la humedad y podía ser muy traicionera en esas fechas.
Allí, en el agua junto a uno de los pedruscos más grandes, nadaba una mujer. ≪¿Qué
está haciendo esa señora ahí cantando, con lo fría que está el agua?≫,
se preguntó perplejo. Como cualquier niño de ocho años, desterró la advertencia
de su madre a un rincón de su mente, y se acercó a ver qué pasaba. Los
hipnóticos sonidos que profería la dama atraían al pequeño, y conseguían que no
viera la realidad, sino imágenes extraídas de su mente.
Apenas sin esfuerzo, se subió a las rocas para ver mejor, y
soltó la mochila. Sus ojos le mostraban a una mujer muy hermosa, de rubios
cabellos que flotaban en el agua como hilos de oro, grandes ojos azul turquesa
y labios de coral. La piel muy blanca, cambiaba paulatinamente a pequeñas
escamas luminiscentes que cubrían la cola de pez que tenía la mujer en lugar de
piernas, y que se movía sinuosa manteniéndola a flote. <<Una
sirena>> pensó el niño, entusiasmado; ≪estoy viendo a una sirena≫.
Pero la realidad era bien distinta. La criatura parecía una
serpiente, con la piel resbaladiza en colores parduscos. La cara, muy ovalada,
no tenía nariz, solo dos orificios oblicuos bajo los ojos. Estos eran
completamente negros, sin iris, con doble párpado: el vertical se cerraba muy a
menudo, y el horizontal de vez en cuando para humectar los globos oculares con
una secreción amarillenta, repugnante. La boca, un simple tajo en la parte
inferior del rostro, estaba plagada de diminutos dientes puntiagudos, en dos
filas consecutivas. Un amasijo estropajoso hacía las veces de cabello, de color
verde alga y con restos de peces y plantas marinas enredados en él. Los hombros
eran tan estrechos que casi podrían tacharse de inexistentes y, de no ser por
la voz, la silueta del ser resultaría totalmente andrógina, sin atributos
femeninos discernibles. Ladeaba la cabeza constantemente, igual que un cachorro
que atendiera las órdenes de su amo, siempre sin dejar de canturrear para no
estropear la magia que mantenía a Gorka calmado.
—Hola, ¿cómo te llamas? —preguntó Gorka, sin saber muy bien
de qué forma iniciar la conversación.
—Tiamat, como mi madre —respondió la criatura con voz
cantarina, manteniendo el hechizo sobre el niño.
—¿Eres una sirena?
—Mmmm… algo parecido, pequeño. Digamos que las sirenas son
parientes lejanos, ¿sí? He venido por tu reclamo.
—¿Reclamo? ¿Qué es un reclamo?
—Me has llamado con ese poema tan bonito que recitabas, así
que aquí estoy, para mostrarte maravillas y tesoros que no has visto jamás. —Los
párpados de la criatura se cerraron sobre su mirada llena de malicia. Se
relamió con una lengua bífida, en un gesto que la mente subyugada de Gorka
identificó como dulce y encantador.
—Me gustaría que mamá viniera con nosotros, Tiamat. Además,
no debería subirme a las rocas. —Un aviso instintivo de peligro bullía en el
interior del niño, trayendo a flote las advertencias de su madre, pese a que no
podía identificar ninguna amenaza en aquella sirena tan amable.
—Oh, pero es que tu mamá no puede venir todavía —contestó el
ser. Un destello malévolo apareció en sus ojos al detectar una imagen en los
recuerdos del niño—. Además, estoy segura de que a tu papá le encantaría verte
otra vez.
El niño quedó mudo de la impresión. Una riada de recuerdos
de cariño, risas y amor lo inundó, y el anhelo por su padre se volvió tan
fuerte que anuló todos sus recelos.
—¿Lo… lo conoces? ¿Está contigo? —tartamudeó, ansioso y con
los ojos húmedos por las lágrimas.
—Claro, claro que sí. ¿Te gustaría que te llevara con él?
Luego podéis volver los dos a recoger a tu madre. Solo tienes que decir que
quieres venir conmigo y abrazarme, y yo haré el resto.
Gorka se debatía entre la necesidad de ver a su padre y los
destellos de alarma que sentía en su interior. La criatura esperaba sin
quitarle los ojos de encima, hambrienta y canturreando por lo bajo, segura de
sí misma y de la telaraña emocional que había tejido alrededor del niño.
Finalmente el amor se impuso: sin más preguntas ni dudas, él pronunció ≪iré
contigo≫ y abrazó a lo que creía una sirena. Alegremente, los escuálidos
brazos del ente lo apretaron, sus dientes se hundieron en la tierna carne del
rostro, y con un remolino desaparecieron bajo el agua.
Ocho años habían pasado desde que el chiquillo desapareció.
Todos los veintidós de diciembre, Nekane echaba un ramo de flores a las aguas
desde las rocas que había junto a la playa. Un golpe de mar o un mal resbalón,
suponían, se había llevado a Gorka al olvido; no habían podido rescatar más que
la mochila, con todo su contenido intacto. La mujer, con el cabello gris y los
ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar, lamentaba su suerte. Su marido
primero, y su pequeño después, habían sido reclamados por un océano
inmisericorde, que nada sabía de los desvelos de las madres ni de las miserias
humanas.
≪Tal vez, si ese día no hubiera estado cosiendo, mi niño
seguiría vivo≫ se decía, se torturaba, mientras miraba con odio y
recelo las rocas que habían sido la perdición de su hijo. Un remolino en la
base llamó su atención. Extrañada, se acercó al borde a mirar, y solo pudo ver
una cola escabulléndose. ≪Debe ser un pez grande, quizá una
anguila≫, se dijo, mientras aquella se deslizaba alejándose de
su vista. Ávida. Esperando una llamada que quizá no tardase en llegar.
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