jueves, 25 de diciembre de 2014



Érase una vez un pobre viejecito. Aunque en su aldea todos lo querían, se sentía muy solo. Su familia había muerto muchos años atrás, y el tiempo había ido pasando hasta convertirlo en un abuelo arrugado, de pelo blanco y lleno de achaques. Pero el anciano tenía un secreto: conocía un hechizo para llamar a una sirena. Decidió que esa misma tarde iría a la orilla, usaría la magia, y rogaría que se lo llevara a su reino bajo el agua. Y así, llenó una bolsa con algo de comida para el camino, cerró la puerta de su cabaña y salió caminando en dirección al mar. Al atardecer, cuando el sol se convertía en una bola de fuego en el horizonte, llegó a unas rocas que daban a una profunda poza de agua de mar, y se puso a cantar:

Novia del agua

Concédeme tu aliento

Escucha mi lamento

Atiende mi llamada

Durante unos minutos nada pasó. Pero entonces, cuando el viejo casi había perdido la esperanza, vio como un pequeño remolino que había a sus pies se hacía cada vez más grande, hasta que emergió una cabeza. La sirena era bellísima, con una larga cabellera rubia, los ojos azules y la piel cremosa como la nata. Bajo la transparente agua, el anciano veía agitarse su cola de pez, de preciosos tonos nacarados. Y mirándolo, habló:

—¿Por qué me has llamado, abuelo? —preguntó, con una voz fina y delicada como el mejor de los cristales.

—Sirena, hermosa y bella, me siento muy solo. Conocía este canto de cuando era marinero, y te pido por favor que me lleves contigo. Sé que soy viejo y feo, pero te juro que no molestaré, te serviré en lo que necesites, o me esconderé cuando no quieras verme.

La sirena, conmovida, miró al viejo a los ojos, y supo lo que a nadie le importaba ya: lo buen y gallardo hombre que había sido. Y se enamoró de él. Con su maravillosa voz tejió un hechizo que le devolvió su juventud, y abrazándolo se lo llevó consigo a su paraíso subacuático. Y vivieron felices para siempre jamás.

Nekane terminó el cuento y miró a su hijo con una sonrisa en los labios. El niño la miraba embelesado por la historia; ella sabía que los relatos que terminaban bien eran sus favoritos, especialmente desde que su padre había muerto. Aunque habían pasado dos años, a veces sorprendía a Gorka mirando distraído por la ventana mientras jugueteaba con “las cosas de papá”, como llamaba a los pocos objetos que de él conservaba.

—¿Te ha gustado? —preguntó la madre con voz suave.

—Jobar, mamá, ha sido una pasada —respondió feliz el chiquillo.

—Eh, te he dicho muchas veces que no digas palabras feas, Gorka —regañó Nekane, fingiendo una seriedad que estaba lejos de sentir. Esos momentos con el niño eran verdaderos tesoros para ella, remansos de paz en un día a día agitado y lleno de trabajo.

—Uy, perdón. Quería decir que ha sido muy bonita… ¿jolín? —terminó él, con un brillo travieso en su mirada.

La madre ya no pudo aguantar más y se echó a reír, mientras empezaba con el pequeño una de sus “guerras de cosquillas” que acabaron con Gorka despatarrado y jadeante sobre sábanas revueltas. Al final arropó a su hijo y lo besó por toda la carita.

—Buenas noches cariño. Te quiero mucho, ¿sabes?

—Y yo a ti, mamá. Buenas noches.

Nekane se levantó y salió del dormitorio, apagando la luz y deteniéndose a mirar a su hijo desde la puerta, solo con la tenue iluminación del pasillo. Cada día se parece más a su padre, pensó con melancolia. Luego cerró y se metió en su propia habitación. Más adelante, a media noche, soñaría con el marido desaparecido en alta mar, mientras lágrimas nocturnas empapaban el embozo de las sábanas.

 

Al día siguiente, el primero de las vacaciones de navidad, Gorka se levantó un poco más tarde que de costumbre, con el olor de los picatostes recién hechos que subía de la cocina. Se calzó unas zapatillas y bajó en pijama a toda prisa, deseando echar mano al desayuno que le preparaba su madre los días de fiesta.

—¡Mamá! ¿Has hecho picatostes?

—Sí cariño, y chocolate calentito —respondió Nekane, que sabía cuánto le gustaban a su hijo esas golosinas—. Desayuna, y luego si quieres puedes ir a jugar a la playa, mientras mamá se queda cosiendo. Pero ten cuidado y no te acerques a las rocas, ¿de acuerdo?

—Vale. Iré a buscarte una concha bonita, como la que encontré en verano. Así la pintamos de colores y la ponemos en mi cuarto —contestó emocionado ante la aventura que se le planteaba. Adoraba esos días suaves de invierno, en los que no llovía ni hacía viento, y podía ir a desenterrar “tesoros” ocultos en la arena. Una vez incluso había encontrado un monedero pequeñito con casi diez euros en monedas, que algún veraneante perdió y no pudo recuperar. Todavía se acordaba del atracón de chuches que se dio, y conservaba la esperanza de volver a encontrar una fortuna similar.

Mientras desayunaba, Nekane preparó la mochila del niño con una botella de agua, unos pañuelos de papel y un bocadillo por si el chiquillo tenía hambre durante la mañana. Hoy no comerían hasta las tres: tenía que terminar unos trajes para poderlos entregar durante la tarde y cobrar un dinero que les serviría para pasar las navidades.

—Aquí te dejo la mochila, Gorka; no te olvides de llevártela —dijo, colocando la bolsa al lado del pequeño—. Me voy al salón a seguir con el trabajo. Abrígate bien, en la silla de tu cuarto tienes la ropa que te preparé ayer. Aunque no haga mucho frío no quiero que agarres un constipado. ¡Ah, y ponte la bufanda!

—Que sí, mamá, que no me voy a poner malo —contestó el chico, levantando la vista al techo.

—Y acuérdate, no…

—…te acerques a las rocas —terminaron los dos al unísono, entre risas. Nekane salió de la cocina, e instantes después podía escucharse por toda la casa el sonido de la máquina de coser. Gorka terminó de desayunar, fregó la taza y el plato, y subió a cambiarse de ropa. La alegría lo desbordaba: estaba seguro de que hoy iba a ser un gran día.

 

La playa estaba desierta. El mar había robado parte de la arena, y la zona se veía mucho más estrecha. No hacía mal tiempo, pero Gorka notaba como la humedad ambiental le dejaba gotitas de agua en las pestañas, que despejaba parpadeando con fuerza. Se sentía un poco decepcionado; llevaba por lo menos una hora de búsqueda, paseando de arriba a abajo, y no había encontrado nada, ni monedas ni conchas. Por un momento le pareció ver un destello metálico, pero solo era la chapa de una botella de cerveza que algún veraneante había olvidado recoger. 

Aburrido, canturreaba para sí: novia del agua, atiende mi llamada… novia del agua mientras escudriñaba el suelo a ver si conseguía un premio.

—¡Niño! Oh pequeño, ven, acércate. —Sorprendido, Gorka alzó la vista y paseó la mirada alrededor, para averiguar quién lo llamaba.

—Aquí, cariño, aquí. Junto a las rocas —continuó hablando la musical voz, entre suaves arrullos.

El chico entrecerró los ojos para evitar que el sol invernal lo deslumbrase. Al final de la playa había una pequeña zona de piedras, que se volvía resbaladiza con la humedad y podía ser muy traicionera en esas fechas. Allí, en el agua junto a uno de los pedruscos más grandes, nadaba una mujer. ¿Qué está haciendo esa señora ahí cantando, con lo fría que está el agua?, se preguntó perplejo. Como cualquier niño de ocho años, desterró la advertencia de su madre a un rincón de su mente, y se acercó a ver qué pasaba. Los hipnóticos sonidos que profería la dama atraían al pequeño, y conseguían que no viera la realidad, sino imágenes extraídas de su mente.

Apenas sin esfuerzo, se subió a las rocas para ver mejor, y soltó la mochila. Sus ojos le mostraban a una mujer muy hermosa, de rubios cabellos que flotaban en el agua como hilos de oro, grandes ojos azul turquesa y labios de coral. La piel muy blanca, cambiaba paulatinamente a pequeñas escamas luminiscentes que cubrían la cola de pez que tenía la mujer en lugar de piernas, y que se movía sinuosa manteniéndola a flote. <<Una sirena>> pensó el niño, entusiasmado; estoy viendo a una sirena.

Pero la realidad era bien distinta. La criatura parecía una serpiente, con la piel resbaladiza en colores parduscos. La cara, muy ovalada, no tenía nariz, solo dos orificios oblicuos bajo los ojos. Estos eran completamente negros, sin iris, con doble párpado: el vertical se cerraba muy a menudo, y el horizontal de vez en cuando para humectar los globos oculares con una secreción amarillenta, repugnante. La boca, un simple tajo en la parte inferior del rostro, estaba plagada de diminutos dientes puntiagudos, en dos filas consecutivas. Un amasijo estropajoso hacía las veces de cabello, de color verde alga y con restos de peces y plantas marinas enredados en él. Los hombros eran tan estrechos que casi podrían tacharse de inexistentes y, de no ser por la voz, la silueta del ser resultaría totalmente andrógina, sin atributos femeninos discernibles. Ladeaba la cabeza constantemente, igual que un cachorro que atendiera las órdenes de su amo, siempre sin dejar de canturrear para no estropear la magia que mantenía a Gorka calmado.

—Hola, ¿cómo te llamas? —preguntó Gorka, sin saber muy bien de qué forma iniciar la conversación.

—Tiamat, como mi madre —respondió la criatura con voz cantarina, manteniendo el hechizo sobre el niño.

—¿Eres una sirena?

—Mmmm… algo parecido, pequeño. Digamos que las sirenas son parientes lejanos, ¿sí? He venido por tu reclamo.

—¿Reclamo? ¿Qué es un reclamo?

—Me has llamado con ese poema tan bonito que recitabas, así que aquí estoy, para mostrarte maravillas y tesoros que no has visto jamás. —Los párpados de la criatura se cerraron sobre su mirada llena de malicia. Se relamió con una lengua bífida, en un gesto que la mente subyugada de Gorka identificó como dulce y encantador.

—Me gustaría que mamá viniera con nosotros, Tiamat. Además, no debería subirme a las rocas. —Un aviso instintivo de peligro bullía en el interior del niño, trayendo a flote las advertencias de su madre, pese a que no podía identificar ninguna amenaza en aquella sirena tan amable.

—Oh, pero es que tu mamá no puede venir todavía —contestó el ser. Un destello malévolo apareció en sus ojos al detectar una imagen en los recuerdos del niño—. Además, estoy segura de que a tu papá le encantaría verte otra vez.

El niño quedó mudo de la impresión. Una riada de recuerdos de cariño, risas y amor lo inundó, y el anhelo por su padre se volvió tan fuerte que anuló todos sus recelos.

—¿Lo… lo conoces? ¿Está contigo? —tartamudeó, ansioso y con los ojos húmedos por las lágrimas.

—Claro, claro que sí. ¿Te gustaría que te llevara con él? Luego podéis volver los dos a recoger a tu madre. Solo tienes que decir que quieres venir conmigo y abrazarme, y yo haré el resto.

Gorka se debatía entre la necesidad de ver a su padre y los destellos de alarma que sentía en su interior. La criatura esperaba sin quitarle los ojos de encima, hambrienta y canturreando por lo bajo, segura de sí misma y de la telaraña emocional que había tejido alrededor del niño. Finalmente el amor se impuso: sin más preguntas ni dudas, él pronunció iré contigo y abrazó a lo que creía una sirena. Alegremente, los escuálidos brazos del ente lo apretaron, sus dientes se hundieron en la tierna carne del rostro, y con un remolino desaparecieron bajo el agua.

 

Ocho años habían pasado desde que el chiquillo desapareció. Todos los veintidós de diciembre, Nekane echaba un ramo de flores a las aguas desde las rocas que había junto a la playa. Un golpe de mar o un mal resbalón, suponían, se había llevado a Gorka al olvido; no habían podido rescatar más que la mochila, con todo su contenido intacto. La mujer, con el cabello gris y los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar, lamentaba su suerte. Su marido primero, y su pequeño después, habían sido reclamados por un océano inmisericorde, que nada sabía de los desvelos de las madres ni de las miserias humanas.

Tal vez, si ese día no hubiera estado cosiendo, mi niño seguiría vivo se decía, se torturaba, mientras miraba con odio y recelo las rocas que habían sido la perdición de su hijo. Un remolino en la base llamó su atención. Extrañada, se acercó al borde a mirar, y solo pudo ver una cola escabulléndose. Debe ser un pez grande, quizá una anguila, se dijo, mientras aquella se deslizaba alejándose de su vista. Ávida. Esperando una llamada que quizá no tardase en llegar.

 

 

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