“Herrero e hijos, libros nuevos
y de ocasión”, rezaba el rótulo de la librería. Llevaba allí más de cien años, pasando
de padres a hijos a través de cuatro generaciones. Ocupaba toda la planta baja
de un antiguo caserón, cuyos propietarios, recluidos desde hace tiempo en una
residencia de ancianos, habían ido abandonando a su suerte. Poco tiempo más iba
a durar: el Ayuntamiento de Toledo había decidido demoler el edificio para
hacer un aparcamiento. El progreso, decían. La necesidad de los vecinos, decían.
La mordida que se van a llevar, aseguraba Eleuterio, el último de los Herrero.
Durante años había estado algo obsesionado por no haber tenido descendencia a
quien legar su afición y su tienda. Ahora, a punto de cumplir sesenta y siete
años, la burocracia se estaba encargando de desplazar esas consideraciones a
otras más prácticas, como dónde iba a vivir, o qué iba a hacer con esos libros
que había salvado de ser vendidos, y que llenaban los estantes de la trastienda
que ocupaba.
Estaba distraído con esos negros
pensamientos, fumando sin apenas darse cuenta de lo que hacía, cuando sonó la
campanilla de la parte delantera, algo realmente asombroso en estos últimos
tiempos. Eleuterio dejó el té que estaba tomando sobre la mesa camilla, apagó
su cigarro, y salió a atender a su nuevo cliente.
—Hola, ¿haces fotocopias?
El autor de la pregunta era un
muchacho rubio, delgaducho, con la cara plagada de granos, y una enorme mochila
que colgaba de sus estrechos hombros. “Y encima con los pantalones cagaos, hay
que ver” pensó Eleuterio, que nunca había entendido ni compartido la moda
juvenil actual.
— ¿Fotocopias? ¿Fotocopias? Pero
¿tú has visto en algún sitio un cartel que diga “se hacen fotocopias”? ¿Es que
has visto alguna fotocopiadora en la tienda?—exclamó, cada vez más alterado,
mientras hacía aspavientos con las manos señalando todo a su alrededor.
—Vale tío, tampoco te pongas
así, yo solo preguntaba—contestó el chaval, intentando esconder el susto que la
reacción del anciano le había dado. Mientras hablaba iba acercándose a la
puerta de salida hasta que estuvo seguro de que su retirada no parecería una
huída desbocada y, dándose la vuelta, salió disparado.
— ¡Y súbete esos pantalones,
carajo!—gritó Eleuterio mientras veía correr al chico. Inmediatamente empezó a
tener remordimientos por su salida de tono, al fin y al cabo el pobre muchacho
ya tenía suficientes preocupaciones con su cara granosa y su escuálido culo,
como para añadir a un viejo soltándole improperios mientras se marchaba.
Una risa rasposa empezó a subir
por su garganta al darse cuenta de lo absurdo de la situación, convirtiéndose
pronto en una carcajada incontrolable. En unos momentos, Eleuterio estaba
inclinado sobre sus rodillas, riéndose a mandíbula batiente mientras golpeaba con
las manos en los muslos. La risotada dio paso a la tos, y ésta a grandes
sollozos desgarradores.
— ¡Dios mío, mi librería, me van
a quitar mi… mi libre… mi librería!—lloraba el viejo mientras resbalaba de
espaldas contra el mostrador hasta quedar sentado en el suelo abrazándose las
rodillas.
Los espasmos del llanto que
sacudían sus hombros empezaron a remitir, hasta que con un gran esfuerzo
consiguió calmarse. Comenzó a levantarse, sacudiéndose el fondillo de sus
pantalones de pana, cuando una aguda punzada en los riñones lo dejó a medio
camino.
—Lo que me faltaba, ahora el
lumbago. Si es que tengo todas las papeletas para pegarme un tiro, puñeta.
Poco a poco, el dolor empezó a
remitir y Eleuterio pudo incorporarse totalmente, mientras se frotaba la zona
dolorida con masajes circulares, esperando en vano que no le diera otro tirón
esa noche. Mientras tanto, paseó ociosamente la mirada por la tienda, sobresaltándose
al no ver más que caos y porquería. Los escaparates estaban llenos de dedos, de
suciedad, con libros que habían pasado de moda meses atrás. Los mostradores, repletos
de ejemplares para que los lectores o posibles compradores los ojearan a
placer, se veían desordenados, con los libros abiertos boca abajo y sus lomos
arrugados. El polvo había invadido hasta el último centímetro de las
estanterías, incluso cubría la escalera que utilizaba para auparse a las baldas
más altas. Nunca su amada librería había estado tan sucia y dejada.
Eleuterio se pasó por el pelo
una mano de uñas amarillentas por la nicotina, y suspiró desalentado. “¿Para
qué molestarse? En un par de meses, todo será mierda, chatarra y basura” pensó
abatido. Volvió a la trastienda a terminar su té, ya prácticamente frío.
Recordaba viejos tiempos, cuando el olor a libros nuevos llenaba la tienda una
vez al mes, al recibirse los pedidos. Su padre, viudo desde que su madre
falleció en el parto, hablaba poco, salvo cuando era sobre su negocio; a pesar
de todo, jamás escatimó una caricia o una muestra de afecto a su hijo. Era un
hombre recio y chapado a la antigua, siempre con la cabeza cubierta por una
boina negra, que revisaba todos los ejemplares uno por uno nada más llegar.
“Míralos todos, Eleuterio” solía decir, “a nadie que ame la lectura le gustará
encontrar un libro estropeado, mal encuadernado o que huela a humedad. Además,
los libros necesitan que los mimen, que los presten atención. Si no, no te
contarán sus secretos ni hablarán contigo”. Y Eleuterio los comprobaba, los acariciaba,
los olía. Se sentía capaz de adivinar el título con los ojos vendados,
solamente por el tacto de sus cubiertas, el sonido al pasar las hojas, el
grosor del papel o el aroma de sus páginas. Adoraba las tardes de lunes a
viernes, cuando llegaba del colegio y ayudaba a Manuel, su padre, a ordenar y
limpiar la librería. Lo hacían en silencio, con complicidad de padre e hijo,
miradas de soslayo y gestos de aprobación. Esos momentos eran como el amanecer
tras una noche pesada y triste. Eleuterio los atesoraba como si fueran las
joyas más valiosas sobre la faz de la tierra, porque unían a ambos con algo más
fuerte que el simple vínculo familiar: el amor por sus libros. Y si todo salía
bien, no lo regañaban sus maestros, y las ventas semanales habían sido buenas,
el sábado por la mañana Manuel dejaba a su hijo escoger la obra que deseara,
para “aumentar su colección” como él mismo la llamaba. Y así, un Eleuterio
muchísimo más joven pasaba la tarde escondiéndose de sus amigos, para poder
disfrutar en soledad de su preciado regalo.
No podía consentirlo, tenía que
impedir como fuera que le quitaran la tienda, su hogar, todos sus recuerdos. De
alguna manera tenía que hacerles comprender la trascendencia de su labor: no
eran sólo libros, también vendía ilusiones y esperanzas, aventuras y sueños,
deseos y emociones. Si su padre aún viviera, habría sido capaz de cualquier
cosa. Pero claro, entonces Eleuterio no se habría sentido tan solo. Estaba
dando vueltas a ver qué podría hacer, cuando volvió a sonar la campanilla de la
puerta. Una vez era anómalo, dos veces resultaba una novedad extraordinaria.
—Buenos días, ¿podría hacerme
una fotocopia?—Preguntó otro chaval, casi un calco del anterior, aunque quizá
con menos granos. Hasta usaba una mochila muy similar. “Por lo visto, hoy es el
Día de las Fotocopias. Debería ponerme un lacito o algo” pensó cínicamente el librero.
—No tenemos fotocopiadora,
hijo—suspiró Eleuterio, agotadas ya sus fuerzas después del estallido emocional
que había sufrido.
—Señor ¿se encuentra usted bien?—preguntó
el muchacho, preocupado al ver los surcos de lágrimas que cruzaban las mejillas
arrugadas del hombre.
—Sí, me encuen….no, qué carajo,
no me encuentro bien. Me van a tirar la tienda, ¿sabes? Y a nadie le interesa,
a nadie le preocupa, sólo son unos aparcamientos, qué más da lo que quiera un anciano
¿eh? ¿Lo sabes tú? ¿Te importa a ti, acaso?—respondió con voz temblorosa por la
angustia, casi convirtiéndose en un grito.
El chico se acercó, y lanzó al
hombre, que ya lloraba abiertamente, una mirada de lástima mezclada con ternura.
Le frotó cariñosamente el hombro: un niño reconfortando a un viejo.
—Escuche, señor, a lo mejor
puedo ayudarlo. Verá, mi padre pertenece a una Plataforma de Afectados por la
Hipoteca, porque el año pasado…vaya, ya sabe como están las cosas, se quedó sin
trabajo y no podíamos pagar, así que el Banco vino a echarnos. Lo bueno es que
conseguimos pararlo, y ahora seguimos viviendo en casa. ¿Quiere que le diga que
venga a verlo, a ver si a él se le ocurre algo?
Eleuterio dejó de sollozar y sin
una palabra levantó la mirada para posarla en él. Observó en sus ojos un dolor
y una aceptación que ya conocía por haberla visto a diario en el espejo. Y una
madurez inesperada en alguien tan joven. De pronto se dio cuenta de lo que
aquello significaba: un rayo de esperanza en la devastación de su vida. Una
sonrisa trémula iluminó su cara.
—Sí, muchacho, la verdad es que
me gustaría mucho hablar con tu padre.
— ¡Genial! Pues ésta misma tarde
le digo que baje. Es que ha encontrado un trabajo de mañana en el taller de
enfrente, ¿sabe? No es mucho, pero ahora podemos pagar algunas cosas y vamos
tirando—respondió contento el chaval. Tras darle una última palmada en el
hombro, se dio la vuelta para salir de la tienda, con la sempiterna mochila
golpeándole en la espalda.
—Oye, chico—le llamó Eleuterio.
— ¿Sí?—el joven se había vuelto
a medias, con una mano en la manija de la puerta entreabierta. La luz que lo
iluminaba, filtrándose a través del polvo, le daba un aspecto etéreo y
fantasmal, casi de ensueño. El viejo lo miró con una expresión peculiar en sus
ojos.
—Gracias.
El muchacho sonrió ampliamente y
salió de la tienda, tras hacer un gesto de despedida con la mano. Eleuterio se
quedó mirando un rato en su dirección, con la vista perdida. Al poco tiempo
buscó bajo el mostrador una cartulina y un rotulador, y escribió algo. Con paso
decidido, salió a colgarlo en el escaparate de la librería. Cerró y fue a su
trastienda a comer. El cartel decía:
“No se hacen fotocopias. Se venden
ilusiones”.
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