Calor.
Es lo único que siente Mireia, lo único en lo que puede pensar. Lo nota
abatirse sobre su espalda, las gotas de sudor resbalan por su piel, el sol
martillea sus sienes. La ardiente arena de la playa se clava en su vientre como
alfileres al rojo vivo. Ruega una brisa por ligera que sea, pero ésta no llega
nunca. Ni siquiera puede escuchar el sonido del oleaje, la calma chicha se
cierne sobre el agua con la pesadez de un mausoleo. Una gaviota vuela en lo
alto, planeando en círculos por un cielo azul, tan azul que se confunde con el
mar, el horizonte apenas una línea brumosa a lo lejos.
Gira
la cabeza. A su lado duerme Emilio. No entiende cómo puede descansar con éste
calor inhumano, con éste bochorno infernal que aplasta todo a su paso sin
posibilidad de resistencia. Le mira durante unos momentos, la vista nublándose
por la humedad que se congrega alrededor de sus párpados. “¿Quién es él
realmente?”, se pregunta. Ya no lo sabe. Ya no lo conoce. El tiempo lo ha
convertido en un extraño en lugar de un habitante de su cómodo devenir. “Jesús,
qué calor más insoportable”, piensa. Su mente la engaña por un momento; parece
que a Emilio le han crecido un par de brazos de más en la espalda. “Tampoco sería
tan raro, se ha vuelto un desconocido que duerme en mi cama y me hace aburridamente
el amor de cuando en cuando”.
Mireia
se da la vuelta. El sol le aguijonea los ojos, deslumbrándola por un doloroso
momento. La gaviota sigue en el cielo, ahora en un vuelo quebradizo y juguetón.
Una nube de tormenta se perfila en el horizonte. Quizá llueva, y baje un poco
el fuego de la tarde. Se sacude la arena del vientre, se baja la visera de la
gorra sobre los ojos, considerando seriamente levantarse para darse un baño.
Desiste de la idea, éste maldito calor le quita las ganas hasta de respirar. Tomar
aliento cuesta un trabajo agotador, cada inspiración llena sus pulmones de un
aire cargado de hirviente humedad, cada exhalación es una gota más de sudor
sobre sus labios.
Calor.
Vuelve a pensar en su matrimonio. “¿Por qué me casé con él? ¿Qué me prometieron
sus ojos, su boca, para que decidiera pasar el resto de mis días en su
compañía?”, continúa pensando, cada vez más melancólica. Levanta un brazo y se
coloca el húmedo flequillo bajo la gorra, para evitar el escozor. Unos minutos
que parecen horas se deslizan por la tarde, escurriéndose suavemente como el
agua del mar entre los dedos. Mireia no piensa, no puede hacerlo, porque si
empieza no parará, y al sudor se le unirán las lágrimas, calientes y saladas; y
luego los gritos, las recriminaciones, los portazos. No está segura de estar
preparada para ello. Se incorpora lentamente.
—Emilio,
yo me vuelvo al hotel, estoy cocida.
—¿Mmmm?
—sigue adormilado. Sorprendente.
—Que
me voy al hotel, a ver si me doy una ducha y me refresco.
—Vale
cariño, yo iré luego.
Mireia
se levanta, se coloca bien la gorra, rebusca en la bolsa su camisola y la llave
del hotel. Por un momento mira a su
marido, con tristeza. “No pienses” se dice, “no debes pensar. Solo sigue
adelante y todo pasará”. Mira al cielo, la gaviota ya no está, y eso le produce
un abatimiento que no es capaz de explicar, como si el pájaro se hubiera
llevado sus esperanzas entre las plumas. Bajando la vista, recolocándose la
visera, echa a andar sin mirar atrás, con el sol alargando su sombra tras ella
mientras se aleja.
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