miércoles, 24 de diciembre de 2014

Calor


Calor. Es lo único que siente Mireia, lo único en lo que puede pensar. Lo nota abatirse sobre su espalda, las gotas de sudor resbalan por su piel, el sol martillea sus sienes. La ardiente arena de la playa se clava en su vientre como alfileres al rojo vivo. Ruega una brisa por ligera que sea, pero ésta no llega nunca. Ni siquiera puede escuchar el sonido del oleaje, la calma chicha se cierne sobre el agua con la pesadez de un mausoleo. Una gaviota vuela en lo alto, planeando en círculos por un cielo azul, tan azul que se confunde con el mar, el horizonte apenas una línea brumosa a lo lejos.

Gira la cabeza. A su lado duerme Emilio. No entiende cómo puede descansar con éste calor inhumano, con éste bochorno infernal que aplasta todo a su paso sin posibilidad de resistencia. Le mira durante unos momentos, la vista nublándose por la humedad que se congrega alrededor de sus párpados. “¿Quién es él realmente?”, se pregunta. Ya no lo sabe. Ya no lo conoce. El tiempo lo ha convertido en un extraño en lugar de un habitante de su cómodo devenir. “Jesús, qué calor más insoportable”, piensa. Su mente la engaña por un momento; parece que a Emilio le han crecido un par de brazos de más en la espalda. “Tampoco sería tan raro, se ha vuelto un desconocido que duerme en mi cama y me hace aburridamente el amor de cuando en cuando”.

Mireia se da la vuelta. El sol le aguijonea los ojos, deslumbrándola por un doloroso momento. La gaviota sigue en el cielo, ahora en un vuelo quebradizo y juguetón. Una nube de tormenta se perfila en el horizonte. Quizá llueva, y baje un poco el fuego de la tarde. Se sacude la arena del vientre, se baja la visera de la gorra sobre los ojos, considerando seriamente levantarse para darse un baño. Desiste de la idea, éste maldito calor le quita las ganas hasta de respirar. Tomar aliento cuesta un trabajo agotador, cada inspiración llena sus pulmones de un aire cargado de hirviente humedad, cada exhalación es una gota más de sudor sobre sus labios.

Calor. Vuelve a pensar en su matrimonio. “¿Por qué me casé con él? ¿Qué me prometieron sus ojos, su boca, para que decidiera pasar el resto de mis días en su compañía?”, continúa pensando, cada vez más melancólica. Levanta un brazo y se coloca el húmedo flequillo bajo la gorra, para evitar el escozor. Unos minutos que parecen horas se deslizan por la tarde, escurriéndose suavemente como el agua del mar entre los dedos. Mireia no piensa, no puede hacerlo, porque si empieza no parará, y al sudor se le unirán las lágrimas, calientes y saladas; y luego los gritos, las recriminaciones, los portazos. No está segura de estar preparada para ello. Se incorpora lentamente.

—Emilio, yo me vuelvo al hotel, estoy cocida.

—¿Mmmm? —sigue adormilado. Sorprendente.

—Que me voy al hotel, a ver si me doy una ducha y me refresco.

—Vale cariño, yo iré luego.

Mireia se levanta, se coloca bien la gorra, rebusca en la bolsa su camisola y la llave del hotel. Por un momento mira a su marido, con tristeza. “No pienses” se dice, “no debes pensar. Solo sigue adelante y todo pasará”. Mira al cielo, la gaviota ya no está, y eso le produce un abatimiento que no es capaz de explicar, como si el pájaro se hubiera llevado sus esperanzas entre las plumas. Bajando la vista, recolocándose la visera, echa a andar sin mirar atrás, con el sol alargando su sombra tras ella mientras se aleja.

No hay comentarios:

Publicar un comentario